Texto
Patricio
de la Torre
España

Ilustración
// Out of the cave //
Manuel Cabrera
México

Illu_outofthecave

// El sexto poder //

«Prefiero que me quite el sueño Goya a que lo haga cualquier hijo de puta»

La frase no es mía. Es de Rodrigo García y su teatro carnicero; el título de una de sus obras más brillantes. Trata de un hombre que después de cincuenta años ha reunido cinco mil euros en el banco y quiere gastárselos en algo que merezca la pena. Su plan es colarse de noche con sus hijos en el Museo del Prado para ver las pinturas negras de Goya acompañados de bocadillos y bebida. Ellos prefieren ir a Disneyworld “porque para comprender la tristeza del hombre moderno‚ mejor un ratito con Mickey Mouse en persona‚ o sea‚ un chaval mal pagado que curra doce horas calcinado bajo un traje de peluche sin agujeros de respiración‚ que pasear frente a Saturno devorando a sus hijos o el Duelo a garrotazos o a cualquier cosa que hayan pintado Goya‚ Velázquez‚ Zurbarán o El Bosco‚ me dice el mayor de mis dos chavales”.

García nos habla de un mundo gastado, donde los esfuerzos de toda una vida se traducen en un número en la cuenta de un banco; un mundo de valores invertidos que se describe a sí mismo en la tristeza de un joven malpagado sufriendo oculto bajo el falso espejismo de la prosperidad. Hay algo fallido en una sociedad a la que la palabra selfie le dice mucho más que la palabra Goya.

Creo que no les cuento nada nuevo pero permítanme recordarles algunas cosas. El mundo es un asco. Todos lo sabemos. Está organizado de tal forma que solo nos queda la evasión de Mickey Mouse. Goya es demasiado aburrido, no nos dice nada. Y eso para aquellos que tienen un techo y un plato caliente asegurado, porque para una gran mayoría de seres humanos, el mundo es un doble asco. Hemos confundido el desarrollo con el progreso, lo primero es una cuestión económica -con unos cuantos púgiles campeones y un montón de aspirantes a un título de provincias- y lo segundo es el avance conjunto de toda una sociedad.

No es que me diera cuenta de esto al asistir a la obra de Rodrigo García. El mundo ya era un asco antes de salir del teatro. Sin embargo, la experiencia artística -y esa es en realidad la cuestión- me llevó a reflexionar. Me pregunté qué podía hacer yo concretamente para cambiar el mundo, para hacerlo mejor. Yo soy un inútil social, la clase de persona que hace que el mundo no progrese. No voy a manifestaciones, no asisto a asambleas reivindicativas, no colaboro con causas solidarias, no alzo banderas, no practico el activismo en ninguna de sus facetas. Admiro a quienes lo hacen, pero estas acciones son sólo paliativos que no resuelven el problema de raíz. Siempre hay alguien que se las arregla luego para vencer al pueblo unido. El problema es la ambición sin ética -sin la conciencia del otro- y el modelo social resultante.


¿Cómo podemos revertir ese modelo?

Cuando me fui a la cama seguía siendo un inútil social pero en mitad de la noche se me apareció Goya, me habló de los monstruos que produce el sueño de la razón y entonces caí en la cuenta. “Profesor, tengo que ser profesor”. La educación es la mejor forma de activismo que conozco. Ayudar a crear ciudadanos libres es mi idea de la revolución social. Un mundo de seres preparados para pensar, si no es el mejor de los mundos, al menos, es un mundo mejor. El progreso social del que hablaba pasa por las manos de seres críticos y libres, con capacidad de elegir en función de planteamientos morales. No digo que mirar los cuadros de Goya –la alta cultura- sea el camino, hablo del sentido (de lo) común al que es más fácil llegar cuando te ayudan a formarte para ello.

Pero, ¿debe la educación inculcar un canon de valores y conocimientos preestablecidos orientados a este fin? ¿Hay una receta para alcanzar el progreso social? Vamos a la etimología. Educar proviene de dos verbos latinos educare y educere. El primero, el que más se parece al verbo en castellano y a los modelos de educación dominantes, significa “formar, instruir”. La educación es la adaptación al medio del individuo inserto en el grupo social cuya cultura aprende a interiorizar. Pero el ser humano debe ser capaz de transformar su medio, de aspirar al progreso social, algo que no se consigue asumiendo un corpus de conocimientos y valores heredados de la generación anterior. Aquí es donde cobra valor el verbo educere, que significa “sacar, extraer”. En este sentido educar debería ser asistir al individuo para que convierta en acto sus potencialidades; fomentar un aprendizaje autodeterminado, donde el protagonista es el individuo que descubre y no el que se limita a asimilar lo descubierto por otros.

Los griegos nos dieron el concepto de mayéutica, que proviene de maieutiké techné, “el arte de la comadrona”. Sócrates comparaba el oficio de las parteras con el del maestro que ayuda a su discípulo a “dar a luz” los conocimientos como camino para hallar la verdad por sí mismo. Pero eso no interesa a nadie, es un rollo, requiere esfuerzo de ambas partes. No siempre es fácil renunciar a que otros decidan por uno. El famoso miedo a la libertad de Eric Fromm.

Desde la Revolución Industrial, la educación se ha convertido en una herramienta para la formación de trabajadores especializados que ha ido evolucionando para adaptarse a las nuevas necesidades del mercado. Ha sido tomada como educare y no como educere; en su versión de instrucción, de transmisión de automatismos y no de potenciación de lo humano. En definitiva, una formación instrumental al servicio del desarrollo económico y no del progreso social.

La educación de una generación, no sólo la formal sino en su sentido socializador, siempre está determinada por su antecesora. Trata de perpetuar el modelo vigente de quienes ya están en el poder y esto bloquea el progreso. Si, por el contrario, el educando fuese el dueño de su aprendizaje, podría dar forma a su propia realidad -informar, en sentido etimológico- partiendo de sus intereses. Ya lo explicaba Platón en el Mito de la Caverna. Se trataría de dejar de ver los reflejos de los objetos sobre un muro para empezar a ver los propios objetos por uno mismo. Al menos eso sería un primer paso, un progreso social. Salir a la luz y alcanzar la verdad suena grandilocuente y utópico.


El sexto poder

El concepto de separación de poderes fue uno de los grandes progresos sociales. Nos llegó de la Francia ilustrada. También en el siglo XVIII nos fue dada desde el Reino Unido la idea de los medios de comunicación, de la prensa libre, como cuarto poder capaz de vigilar a los otros tres. En la coyuntura internacional actual sabemos que son meras herramientas del llamado quinto poder, en la práctica el primero: el económico.

Los medios de comunicación se han convertido en el instrumento del vigilante. El cuarto poder ha fracasado en la tarea que le encomendamos, así que se impone crear uno nuevo para recuperar el control que nos fue arrebatado mientras dormíamos el sueño de la razón.

La auténtica revolución es “dar a luz” ciudadanos críticos, éticos, libres, educados, instaurar un sexto poder que sea capaz de regular a los otros cinco para crear un mundo a la escala de lo humano. Hay que arrebatarle al “poder económico”, el monstruo final del videojuego, su título de primer poder. El egoísmo es ignorancia. Un individuo instruido va a comprender esa verdad, va a entender que es mejor que todos comamos, que no pasemos frío, que podamos elegir. No lo aceptarán todos, es cierto, pero sí muchos que pondrán bridas a los primeros. Por algo hay que empezar. La ambición humana va a seguir ahí, viene de serie, es la más fiel de los cónyuges.

La construcción de un mundo donde cada individuo es dueño de su propio destino es una tarea ardua porque supondría una transformación total de la sociedad. Es un proceso bidireccional. Una compleja aspiración en un mundo donde se necesita mano de obra barata, operarios obedientes, o simplemente desencantados. Debemos instaurar ese sexto poder. Todo ciudadano debe ser profesor, o partera, para trabajar por el cambio del modelo social en el que el motor de la historia ya no sean las relaciones económicas sino el principio de felicidad y libertad de elección del individuo. Nuestra generación ya está torcida, pero queda en nuestra mano “dar a luz” a los que vendrán.

Al final los hijos de Rodrigo García accedían a colarse en el Prado para ver las obras de Goya en lugar de ir a Disneyworld. Una sencilla revolución, al alcance de cualquiera de nosotros, que sólo pretendía volver la vista hacia las cosas que importan, que son las que explican nuestro mundo y a nosotros mismos. Conviértanse en el sexto poder y como decía Francis Ford Coppola: “sean espectaculares”.


Patricio de la Torre Becerra

Patricio de la Torre Becerra nació en Granada, España en 1979. Es Licenciado en Comunicación por la Universidad Hispalense de Sevilla y Profesor de Lengua y Literatura por la Universidad de Granada. En los últimos 15 años ha desarrollado una intensa carrera como comunicador en diferentes medios. Actualmente trabaja como periodista en el canal internacional de televisión alemán Deutsche Welle.

Manuel Cabrera

Manuel Cabrera nació en la Ciudad de México en 1986. Ahí estudió diseño gráfico en la Universidad Iberoamericana. Actualmente trabaja como diseñador e ilustrador independiente y termina sus estudios de arquitectura.

Diciembre 2014
© Santacruz International Communication

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