// Las palabras del que
está lejos //
En los primeros años del siglo XVII escribía Lope de Vega, en El peregrino en su patria, que «donde quiera que está el bien es la verdadera patria». En esta brevísima sentencia recuperada, según nos cuenta el poeta, de Apuleyo y Cicerón, se cifra la concepción de pertenencia del individuo no a un territorio geográfico concreto, sino a las coordenadas que marcan sus afectos. Visto desde el prisma de Lope, la distancia entre un ausente y su patria se determina, más que por los kilómetros recorridos, por todo aquello que se deja atrás (la lengua, el hogar, el cariño, ciertos sabores) y por todo lo que de novedad encierra el destino de su travesía. La experiencia de estar lejos de la patria ha sido desde siempre una de las inquietudes constantes de la literatura, pues antes y después de Lope, muchos escritores han reflexionado y creado a partir de esta condición particular.
La experiencia del extranjero se transforma en materia literaria desde varias orillas: de la novela a la poesía, y del ensayo al género epistolar. Sea cual sea el punto donde se sitúa el creador para trabajar el tema, la escritura se erige como la compañera por excelencia de quien experimenta la lejanía. Con razón dice Ovidio en una de sus cartas escritas desde el exilio en Tomos (hoy Rumania), al que fue condenado a causa de sus poemas amatorios, que la escritura constituye su único y último consuelo: “ella es la única compañera de destierro que me ha quedado; es la única que no teme las emboscadas, ni la espada del soldado, ni el mar, ni los vientos, ni la barbarie” (1). Escribe el poeta para distraer su mente de sus desgracias, pero escribe también como una manera de sentirse cerca de los suyos y de comunicarles lo que vive y lo que añora allá, en lo que él percibía como los confines del mundo. Ovidio no volvió del exilio, murió lejos de su lengua y de su civilización sin conseguir que le perdonaran la condena. Sin embargo, estas cartas son testimonio valioso de que la soledad del exiliado –una de las formas más radicales de estar lejos de la patria—no es absoluta si tiene la posibilidad de trascender la distancia con palabras.
El tono confidencial de la carta nos permite vislumbrar una faceta más íntima de Ovidio. Más hombre que poeta, y no a la inversa. Y aunque el discurso epistolar es una de las respuestas literarias más efectivas a la experiencia de estar lejos de la patria, no es la única. Algunos de los autores fundamentales de la tradición literaria en nuestra lengua vivieron también el proceso del destierro y hallaron caminos para vincular su situación con su vena creadora. Así le ocurrió al propio Cervantes, quien pasó cinco años cautivo en Argel, soportando prisiones y trazando más de un plan de fuga para volver a España. No hay noticia de que haya escrito durante este periodo, ya que su producción literaria se inaugura con la vuelta a la patria; sin embargo, la memoria de lo vivido en el cautiverio toma forma en temas y personajes de sus obras teatrales, de sus novelas cortas y, por supuesto, del Quijote, en donde inserta la “Historia del cautivo”. Cervantes modela la ficción para darle cabida a su experiencia, construyendo episodios emocionantes e impecablemente narrados, en los que se funde el tinte biográfico de la anécdota con el ingenioso trabajo literario.
Para el ausente de su patria, el tiempo es relativo. Lo mismo equivale la nostalgia de cinco años de cautiverio que el destierro de cinco meses al que condenaron a Garcilaso en la isla del Danubio. Desde la lejanía escribe poemas que expresan la añoranza, no de España, sino de la amada que dejó, su verdadera patria como diría Lope. Si estar lejos —voluntaria o involuntariamente— es difícil, cuando se mezcla el sentimiento amoroso con la distancia, la ausencia se hace todavía más ardua; de ahí que lo que más le duela al poeta en el destierro sea justamente el amor. Y tal vez porque lo que retoma Garcilaso en sus poemas son las fibras más humanas es que sus versos se leen hoy con gran pasión, pues la carga emotiva, aquí vuelta poesía, del sentimiento de ausencia de quien está lejos no caduca, y se revitaliza con cada nueva lectura de un ausente enamorado.
La experiencia de estar lejos de la patria hoy no es tan distinta de la que vivió Ovidio, Cervantes o Garcilaso. La manera de aterrizarla en términos literarios sobrevive a pesar de las complicaciones de la lengua y de los vericuetos del tiempo porque transmite algo que no le es ajeno a nadie que se haya sentido extranjero en algún momento de su vida. Esta espiral de nostalgias de la patria va de la mano de los sucesos históricos que impactan a las sociedades, pero también, de la historia cotidiana que cada uno va escribiendo. En épocas más cercanas a nuestra realidad, tenemos presente toda la literatura que ha nacido de las grandes guerras, de aquellos que se vieron obligados a abandonarlo todo y a recomenzar (con mayor o menor fortuna) en otra tierra una vida fragmentada, como muchos de los grandes escritores europeos: Thomas Mann, Stefan Zweig, Primo Levi o Joseph Roth.
América, por su parte, tiene sus propios exilios y, quizá por la proximidad temporal y geográfica, somos capaces de percibir el movimiento fluctuante en dos direcciones: los que se han ido y los que han llegado. A raíz de las dictaduras, muchos latinoamericanos optaron por dejar sus países y en varios casos, su continente; y si antes del exilio algunos ya eran escritores, esta condición sirvió para subrayar su vocación literaria. Las palabras les han servido a los exiliados latinoamericanos para reconstruir una identidad y una forma de pertenencia. Muchos, como el poeta Juan Gelman, hicieron de la literatura no sólo una compañera en la distancia, sino el cauce de expresión de la impotencia, de la desgracia y de la injusticia. Después de algún tiempo, el exiliado (y en general, todo aquel que se va de su patria) aprende a hacerle un sitio en su corazón a su nueva patria; es decir, la nostalgia por el origen está siempre latente, pero se alterna con el agradecimiento y el cariño hacia el lugar que los acoge, como ocurrió con buena parte de los exiliados españoles en países de América Latina.
Hay otro tipo de ausentes, aquellos que no ha corrido la política, sino la economía: los que abandonan el campo o los pueblos de por sí deshabitados para cruzar la frontera con Estados Unidos y trabajar en lo que hay, en lo que pueden, en la búsqueda de una vida mejor que la que su realidad les promete. No voy a ahondar en las penurias y riesgos de sus travesías, emprendidas en muchos casos con la misma fe y determinación con que se hacen las peregrinaciones. Lo que importa, creo, es que también para los migrantes mexicanos y centroamericanos el lenguaje es una suerte de último refugio, como lo fue para Ovidio. Es cierto que todavía no ha pasado suficiente tiempo para calibrar lo que será de las memorias escritas de estos migrantes, o de sus reflexiones plasmadas en forma de novelas, poemas o ensayos. La partida de tantos mexicanos es ya tan cotidiana que carecemos de la distancia pertinente para valorar sus experiencias literarias de la ausencia. A esto habría que sumar que si bien la escritura no ha desaparecido ni amenaza con hacerlo (basta con ver la genuina avidez del hombre contemporáneo por enviar mensajes, de contar y opinar en Facebook o de sintetizar información en Twitter) sí se hace desde soportes distintos, tal vez más efímeros que la página escrita. No habrá, pues, manuscritos hallados y desempolvados, sino exhaustivas búsquedas en línea para acopiar, analizar y sobre todo, apreciar en su justa medida esa indisoluble compañía que le hacen las palabras a los que están lejos.
Elegí para este texto apenas una de las tantas orillas de experiencias vitales que la literatura puede abarcar, la de estar lejos de la patria. Siempre encontraremos el lenguaje a nuestro alcance para contar y para inventar a partir de lo que vivimos e imaginamos. Desde nuestra crítica mirada contemporánea, cuestionamos muchas cosas; sin embargo, cuando se pone en duda la importancia y utilidad de la literatura, no creo que haya un solo argumento para negar su lugar privilegiado en nuestra cultura y, sobre todo, en nuestra historia personal. Leer y escribir consuela y acompaña, pero también nos estimula, nos aproxima a la mirada del otro, nos compensa en lo que no podemos vivir. No es que la literatura nos haga más cultos —eso es lo menos importante— es que nos alimenta en la parte más sensible, más humana, y más apasionada, y tal vez sea justo eso lo que nos está pidiendo este presente vertiginoso. Habría, entonces, que aprender a encauzar el amor por las letras hacia las circunstancias concretas de una sociedad compleja y fascinante, y no solo hacia la intocable tradición, pues la literatura (a diferencia de otras artes) se hace de la magia de las palabras cotidianas, y sirve para provocar algo en todo aquel que lea, no para permanecer celosamente guardada como objeto intocable de un museo, porque entonces sí corremos el riesgo de convertirla en conocimiento estéril.
(1) Tristes, IV, I. trad. José González Vázquez, Madrid, Gredos, 1982.
Paola Encarnación Sandoval
Paola Encarnación Sandoval nació en la Ciudad de México en 1987 y es estudiante del Doctorado en Literatura Hispánica en El Colegio de México. Sus intereses académicos están encaminados hacia la poesía y la prosa de los Siglos de Oro y también se ha dedicado frecuentemente a trabajar la relación entre medicina, enfermedad y literatura.
Manuel Cabrera
Manuel Cabrera nació en la Ciudad de México en 1986. Ahí estudió diseño gráfico en la Universidad Iberoamericana. Actualmente trabaja como diseñador e ilustrador independiente y termina sus estudios de arquitectura.
Junio 2014
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